EVANGELIO DEL DÍA: Lc 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo?

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EVANGELIO DEL DÍA: Lc 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo?

En aquel tiempo, se presentó un letrado y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
-Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?
El le dijo:
-¿Qué está escrito en la Ley?, ¿qué lees en ella?
El letrado contestó:
-«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo.»
El le dijo:
-Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida.
Pero el letrado, queriendo aparecer como justo, preguntó a Jesús:
-¿Y quién es mi prójimo?
Jesús dijo:
-Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo:
-Cuida de él y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.
¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?
El letrado contestó:
-El que practicó la misericordia con él.
Díjole Jesús:
-Anda, haz tú lo mismo.

PISTAS PARA LA MEDITACIÓN:

El Evangelio de hoy nos presenta la parábola del buen samaritano. Tenemos la dicha de contar con la catequesis y reflexión realizada por el Papa Francisco de este pasaje evangélico, en la Audiencia General, del 27 de abril de 2016: “Hoy reflexionamos sobre la parábola del buen samaritano. […] aquel hombre hace otra pregunta, que se vuelve muy valiosa para nosotros: «¿Quién es mi prójimo?», y sobrentiende: «¿mis parientes? ¿Mis connacionales? ¿Los de mi religión?…». En pocas palabras, él quiere una regla clara que le permita clasificar a los demás en «prójimo» y «no-prójimo», en los que pueden convertirse en prójimo y en los que no pueden convertirse en prójimo.
Y Jesús responde con una parábola en la que convergen un sacerdote, un levita y un samaritano. Las dos primeros son figuras relacionadas al culto del templo; el tercero es un judío cismático, considerado como un extranjero, pagano e impuro, es decir, el samaritano. En el camino de Jerusalén a Jericó, el sacerdote y el levita se encuentran con un hombre moribundo, que los ladrones habían asaltado, saqueado y abandonado. La Ley del Señor en situaciones símiles preveía la obligación de socorrerlo, pero ambos pasan de largo sin detenerse. Tenían prisa… El sacerdote, tal vez, miró su reloj y dijo: «Pero, llego tarde a la misa … Tengo que celebrar la misa». Y el otro dijo: «Pero, no sé si la ley me lo permite, porque hay sangre y seré impuro…». Se van por otro camino y no se acercan. Y aquí la parábola nos da una primera enseñanza: no es automático que quien frecuenta la casa de Dios y conoce su misericordia sepa amar al prójimo. ¡No es automático! Puedes conocer toda la Biblia, puedes conocer todas las rúbricas litúrgicas, puedes aprender toda la teología, pero de conocer no es automático el amar: amar tiene otro camino, es necesaria la inteligencia pero también algo más… El sacerdote y el levita ven, pero ignoran; miran, pero no proveen. Sin embargo, no existe un verdadero culto si no se traduce en servicio al prójimo. No olvidemos nunca: frente al sufrimiento de mucha gente agotada por el hambre, la violencia y las injusticias, no podemos permanecer como espectadores. Ignorar el sufrimiento del hombre, ¿qué significa? ¡Significa ignorar a Dios! Si yo no me acerco a ese hombre, a esa mujer, a ese niño, a ese anciano o a esa anciana que sufre, no me acerco a Dios.
Pero vamos al centro de la parábola: el samaritano, que es precisamente aquel despreciado, aquel por el que nadie habría apostado nada, y que igualmente tenía sus compromisos y sus cosas que hacer, cuando vio al hombre herido, no pasó de largo como los otros dos, que estaban ligados al templo, sino que «tuvo compasión». Así dice el Evangelio: «Tuvo compasión», es decir, ¡el corazón, las entrañas se conmovieron! Esa es la diferencia. Los otros dos «vieron», pero sus corazones permanecieron cerrados, fríos. En cambio, el corazón del samaritano estaba en sintonía con el corazón de Dios. De hecho, la «compasión» es una característica esencial de la misericordia de Dios. Dios tiene compasión de nosotros. ¿Qué quiere decir? Sufre con nosotros y nuestros sufrimientos Él los siente. Compasión significa «padecer con». El verbo indica que las entrañas se mueven y tiemblan ante el mal del hombre. Y en los gestos y en las acciones del buen samaritano reconocemos el actuar misericordioso de Dios en toda la historia de la salvación. Es la misma compasión con la que el Señor viene al encuentro de cada uno de nosotros: Él no nos ignora, conoce nuestros dolores, sabe cuánto necesitamos ayuda y consuelo. Nos está cerca y no nos abandona nunca.[…] El samaritano actúa con verdadera misericordia: venda las heridas de aquel hombre, lo lleva a una posada, se hace cargo personalmente y provee para su asistencia. Todo esto nos enseña que la compasión, el amor, no es un sentimiento vago, sino que significa cuidar del otro hasta pagar en persona. Significa comprometerse realizando todos los pasos necesarios para «acercarse» al otro hasta identificarse con él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Este es el mandamiento del Señor.
Concluida la parábola, Jesús da la vuelta a la pregunta del doctor de la Ley y le pregunta: «¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?». La respuesta es finalmente inequívoca: «El que practicó la misericordia con él». Al comienzo de la parábola para el sacerdote y el levita el prójimo era el moribundo; al final el prójimo es el samaritano que se hizo cercano. Jesús invierte la perspectiva: no clasificar a los otros para ver quién es prójimo y quién no. Tú puedes convertirte en prójimo de cualquier persona en necesidad, y lo serás si en tu corazón hay compasión, es decir, si tienes esa capacidad de sufrir con el otro.
Esta parábola es un regalo maravilloso para todos nosotros, y ¡también un compromiso! A cada uno de nosotros, Jesús le repite lo que le dijo al doctor de la Ley: «Vete y haz tú lo mismo» (v. 37). Todos estamos llamados a recorrer el mismo camino del buen samaritano, que es la figura de Cristo: Jesús se ha inclinado sobre nosotros, se ha convertido en nuestro servidor, y así nos ha salvado, para que también nosotros podamos amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado, del mismo modo.”

El pasaje evangélico de hoy nos invita a la conversión, denuncia nuestro pecado de omisión, del bien que se queda sin hacer por nuestras justificaciones, nuestras perezas, nuestros miedos… al contemplar el proceder de los dos primeros personajes de la parábola, el sacerdote y del levita, ambos dieron un rodeo y pasaron de largo. Nadie estamos libre de “pasar de largo”, de nuestra indiferencia ante el sufrimiento del otro, es fácil desentendernos del necesitado, es posible no querer complicarnos la existencia, y un riesgo es pensar que como los problemas son tantos y nos superan, no hacer nada y que al final nuestro corazón se vuelva insensible al dolor de los que nos rodean.

También se nos presenta el Señor como el buen samaritano que sana y cura nuestras heridas, y nos advierte que se hace prójimo, “lo que hicisteis a uno de estos más pequeños a mí me lo hicisteis”, podemos amar, servir y tocar al Señor en el otro. “a mí me lo hicisteis”.

Es domingo, día del Señor. Un día grande para vivir de la misericordia amando. Que tengas un buen día.

J.A.M.(Chechu)sacerdote.

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Jesús Aguilar Mondéjar

Consiliario del Movimiento de Cursillos de Cristiandad de la Diócesis de Cartagena.

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