EVANGELIO DEL DÍA Lc 18, 9-14: El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

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EVANGELIO DEL DÍA
Lc 18, 9-14: El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

Dijo Jesús esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

PISTAS PARA LA MEDITACIÓN:

El Evangelio de hoy comienza dándonos las claves de la parábola: “los que se tenían por justos, los que se sentían seguros de sí mismos”. Sólo el que se humilla es grande a los ojos de Dios. Todos somos pecadores, la Sagrada Escritura nos recuerda que el justo peca siete veces al día, el justo y entonces los que no llegamos a tanto: ¿Cuántas veces ofendemos a Dios y a los que nos rodean? ¿Quién de nosotros no es un pecador? Sin embargo, que no nos lo recuerden, que no nos corrijan, que difícil encajar las criticas o correcciones, nos sale nuestra soberbia y que poco humildes que somos.

Tenemos la dicha que en la Audiencia General del 1 de junio de 2016, el Papa Francisco, aborda el pasaje evangélico: “[…] fariseo reza a Dios, pero en realidad se mira a sí mismo. ¡Reza a sí mismo! En lugar de tener ante sus ojos al Señor, tiene un espejo. Encontrándose incluso en el templo, no siente la necesidad de postrarse ante la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, casi como si fuese él el dueño del templo. Él enumera las buenas obras realizadas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga el «diezmo» de todo lo que posee. En definitiva, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Pero sus actitudes y sus palabras están lejos del modo de obrar y de hablar de Dios, que ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario, ese fariseo desprecia a los pecadores, incluso cuando señala al otro que está allí. O sea, el fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.

[…] El publicano en cambio —el otro— se presenta en el templo con espíritu humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho». Su oración es muy breve, no es tan larga como la del fariseo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!». Nada más. ¡Hermosa oración! […] el publicano sólo puede mendigar la misericordia de Dios. Y esto es hermoso: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose «con las manos vacías», con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final, precisamente él, así despreciado, se convierte en imagen del verdadero creyente.

Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Os digo que este —o sea el publicano — bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado». […] Dios prefiere la humildad no es para degradarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser levantados de nuevo por Él, y experimentar así la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no llega al corazón de Dios, la humildad del mísero lo abre de par en par. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Ante un corazón humilde, Dios abre totalmente su corazón. Es esta la humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. […] su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen». Que nos ayude ella, nuestra Madre, a rezar con corazón humilde. Y nosotros, repetimos tres veces, esas bonita oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador». parábola nos advierte sobre la facilidad con la que caemos en el juicio de los demás, con el hábito de colocar etiquetas, “no soy como esta gente” … nadie estamos libres, mucho de fariseísmo nos acompaña, que en el fondo, fondo, nos creemos buenos y parece que esto no va conmigo, que los que tienen que cambiar son todos los que me rodean, los que se tiene que convertir son los otros: es mi esposo, mi esposa, mi hijo, mi hija, mi jefe, mi superior, mi cuñado, mi compañero, mi amigo, mi suegra, mi suegro,… en una palabra, todos los que tengo a mi alrededor, pero en el fondo de mi corazón me creo “bueno”, no va conmigo.”

Hoy sábado, día especial consagrado a Nuestra Madre, la Santísima Virgen María, la que en el Magnificat nos resalta la humildad, “Dios ha mirado la humildad de su esclava”. Humildad que lleva a desear que se cumpla en Ella la Palabra de Dios, que se cumpla en mí, deseando lo que Dios quiere, como Dios quiere y cuando Dios quiere. Que tengas un buen día.

Jesús Aguilar Mondéjar (Chechu), sacerdote.

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Jesús Aguilar Mondéjar

Consiliario del Movimiento de Cursillos de Cristiandad de la Diócesis de Cartagena.

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