EVANGELIO DEL DÍA Mt 15, 21-28: Qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.

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EVANGELIO DEL DÍA
Mt 15, 21-28: Qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas.

En aquel tiempo, Jesús salió y se retiró a la región de Tiro y Sidón. Entonces una mujer cananea, saliendo de uno de aquellos lugares, se puso a gritarle: «Ten compasión de mí, Señor Hijo de David. Mi hija tiene un demonio muy malo». Él no le respondió nada. Entonces los discípulos se le acercaron a decirle: «Atiéndela, que viene detrás gritando». Él les contestó: «Solo he sido enviado a las ovejas descarriadas de Israel». Ella se acercó y se postró ante él diciendo: «Señor, ayúdame». Él le contestó: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos». Pero ella repuso: «Tienes razón, Señor; pero también los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Jesús le respondió: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». En aquel momento quedó curada su hija.

PISTAS PARA LA MEDITACIÓN:

El Evangelio de hoy nos presenta el encuentro del Señor con una mujer, extranjera, la cual, suplica por su hija, y no se desanima ante la negativa recibida, sino que insiste, después el mismo Señor elogia a la mujer: ¡Que grande es tu fe!.

El Papa Francisco nos comenta este pasaje en el ángelus del 20 de agosto de 2017: “El Señor, en un primer momento, parece no escuchar este grito de dolor, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que intercede por ella. El aparente distanciamiento de Jesús no desanima a esta madre, que insiste en su invocación. La fuerza interior de esta mujer, que permite superar todo obstáculo, hay que buscarla en su amor materno y en la confianza de que Jesús puede satisfacer su petición[…] podemos decir que es el amor lo que mueve la fe y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor.

[…]Al final, ante tanta perseverancia, Jesús permanece admirado, casi estupefacto, por la fe de una mujer pagana. Por tanto, accede diciendo: “Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas”[…] Esta humilde mujer es indicada por Jesús como ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros estimulo para no desanimarnos, para no desesperar cuando estamos oprimidos por las duras pruebas de la vida. El Señor no se da la vuelta ante nuestras necesidades y, si a veces parece insensible a peticiones de ayuda, es para poner a prueba y robustecer nuestra fe. Nosotros debemos continuar gritando como esta mujer: ¡Señor ayúdame!. Así, con perseverancia y valor[…] Este episodio evangélico nos ayuda a entender que todos tenemos necesidad de crecer en la fe y fortalecer nuestra confianza en Jesús.”

Hoy celebramos la memoria de S. Juan María Vianney, conocido por el cura de Ars, para acercarnos a la figura de tan gran santo acudo a la Audiencia General del 5 de agosto de 2009 del Papa Benedicto XVI: “[…] Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su casa.

Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.

El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba: «¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo[…] Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor». Además, de niño había confiado a su madre: «Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas». Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas. […] El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las confesiones. […] se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro espiritual. […] Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba «enamorado» de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios.[…] Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio.”

Concluyo con una de las oraciones que le gustaba decir y compuesta por él:
Te amo, Oh mi Dios. / Mi único deseo es amarte/ Hasta el último suspiro de mi vida./Te amo. Oh Infinitamente amoroso Dios,/ y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti./ Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno/ Porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor. /Oh mi Dios,/ si mi lengua no puede decir/ cada instante que te amo,/ por lo menos quiero/ que mi corazón lo repita cada vez que respiro./ Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo,/ y de amarte mientras que sufro,/ y el día que me muera/ No solo amarte pero sentir que te amo. Te suplico que mientras más cerca estés de mi hora final/ aumentes y perfecciones mi amor por Ti./ Amén./

Que tengas un buen día.
Jesús Aguilar Mondéjar (Chechu), sacerdote.

Jesús Aguilar Mondéjar
Jesús Aguilar Mondéjar

Consiliario del Movimiento de Cursillos de Cristiandad de la Diócesis de Cartagena.

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