Al día siguiente, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo dije: “Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que sea manifestado a Israel». Y Juan dio testimonio diciendo: «He contemplado al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma, y se posó sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: “Aquel sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que bautiza con Espíritu Santo”. Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios».
PISTAS PARA LA MEDITACIÓN:
El Evangelista Juan da un gran salto después del misterio de la Encarnación nos presenta el primer acto público de Jesucristo, la escena del Bautismo de Ntro. Señor, en aquella manifestación del Jordán, donde se nos invita a escucharle y se nos presenta como el Hijo muy amado, su predilecto y aparecerá también el Espíritu Santo en forma de paloma, el misterio de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el inicio de su vida publica, es aqui, donde nos encontramos el pasaje de hoy, y acudo para la meditación al Papa Francisco que nos comenta este pasaje evangélico, en el ángelus del 15 de enero de 2017: “En el centro del Evangelio de hoy está la palabra de Juan Bautista: «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». […] Imaginamos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay mucha gente, hombres y mujeres de distintas edades, venidos allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de ese hombre que a muchos les recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría y les había reconducido a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob.
Juan predica que el Reino de los cielos está cerca, que el Mesías va a manifestarse y es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; e inicia a bautizar en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia. Esta gente venía para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para comenzar de nuevo la vida. Él sabe, Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; de hecho Él llevará el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo.
Y el momento llega: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores —como todos nosotros—. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a los treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. […] sobre Jesús baja el Espíritu Santo en forma de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto. Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de una forma impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su diseño de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma consigo y quita el pecado del mundo.
Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. […] «Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Él es un el único Salvador, Él es el Señor, humilde, en medio de los pecadores. Pero es Él. Él, no es otro poderoso que viene. No, no. Él.
Y estas son las palabras que nosotros sacerdotes repetimos cada día, durante la misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino convertidos en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, la cual no se anuncia a sí misma. […] La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y solo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la vida y de la libertad.”
Hoy celebramos el Dulce Nombre de Jesús. San Bernardino propagó la devoción al santísimo nombre de Jesús. Concluimos con la oración de San Bernardino de Siena:
“¡Oh nombre glorioso, nombre regalado, nombre
amoroso y santo! Por ti las culpas se borran, los
enemigos huyen vencidos, los enfermos sanan, los
atribulados y tentados se robustecen, y se sienten
gozosos todos. Tú eres la honra de los creyentes, tú
el maestro de los predicadores, tú la fuerza de los
que trabajan, tú el valor de los débiles. Con el fuego
de tu ardor y de tu celo se enardecen los ánimos,
crecen los deseos, se obtienen los favores, las almas
contemplativas se extasían; por ti, en definitiva,
todos los bienaventurados del cielo son
glorificados.
Haz, dulcísimo Jesús, que también nosotros
reinemos con ello por la fuerza de tu santísimo
nombre.”