Estaban ellos todavía saliendo cuando le llevaron a Jesús un endemoniado mudo. Y después de echar al demonio, el mudo habló. La gente decía admirada: «Nunca se ha visto en Israel cosa igual». En cambio, los fariseos decían: «Este echa los demonios con el poder del jefe de los demonios». Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia. Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies».
PISTAS PARA LA MEDITACIÓN:
En el Evangelio de hoy nos encontramos con reacciones distintas ante una liberación de un poseído: unos se asombran, se maravillan con la liberación y sin embargo, otros, la critican y lo acusan. ¿Qué es lo que pasa en nuestro corazón para reaccionar así? ¿Por qué no somos objetivos ante los hechos? ¿Donde radica el mal que perturba nuestra percepción de los acontecimientos?
Comienza el pasaje evangélico con un hombre que sufre, un poseido, un endemoniado, una persona atrapada, zarandeada y sacudida por el maligno, herida por el mal, destrozada y sufriendo, en este caso, un sordo, -no es cuestión fisica- esta sordera lleva otra dimensión, no se quiere escuchar la voz de Dios, paralizado, incapacitado para comunicarse.
Además de liberar al endemoniado, nos revela el corazón del Señor “se compadecía”, el Señor advierte de la gran carencia espiritual de la gente y la urgencia de alguien que les ayude y los guíe, pidamos porque no nos falten pastores con el mismo corazón del Señor. Las dos imágenes que emplea el Señor, ovejas y mies: “ovejas sin pastor”, y la imagen de la cosecha de la mies, viene a decirnos que hace falta pastores, hace falta segadores. El Señor nos pide trabajar por su Reino. Este mandato va dirigido a todos los cristianos. Todos los bautizados estamos llamados a extender el Reino de Cristo en el mundo. Hemos de oír el mandato misionero como dirigido a cada uno personalmente. Quien conoce a Cristo no puede guardarlo para sí, debe darlo a conocer a los demás. Quien ha recibido el don de la fe ha de transmitirla a quien está a su lado, pues la fe en Cristo es un tesoro que se ha de compartir. ¡Hay que predicar a Cristo! Vivamos una fe llena de fuerza evangelizadora. Finalizo recordando las palabras de la Constitución del Vaticano II en el capitulo primero de la G.S.: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”.