Volvió a hablarles Jesús en parábolas, diciendo: «El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”. Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad. Luego dijo a sus criados: “La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”. Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: “Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”. El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores: “Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».
PISTAS PARA LA MEDITACIÓN:
Ponemos hoy la mirada en la Santísima Virgen María y celebramos una memoria obligatoria bajo el título de Reina. San Juan Pablo II, el 23 de julio del 1997, habló sobre la Virgen como Reina del universo. Recordó que «a partir del siglo V, casi en el mismo período en que el Concilio de Efeso proclama a la Virgen ‘Madre de Dios’, se comienza a atribuir a María el título de Reina. El pueblo cristiano, con este ulterior reconocimiento de su dignidad excelsa, quiere situarla por encima de todas las criaturas, exaltando su papel y su importancia en la vida de cada persona y del mundo entero».
Las Sagradas Escrituras nos enseñan que los que son de Cristo reinarán con El y la Virgen María es ciertamente de Cristo. Una de los misterios que se nos ponen para nuestra meditación en el rezo del Rosario, concretamente en los misterios gloriosos es que María Santísima es reina de todo lo creado.
El Evangelio de hoy nos presenta dos parábolas: una parábola principal la del banquete nupcial del hijo del rey, y otra, la del traje de fiesta. La invitación es para todos, el Señor quiere que todos participen del banquete, que gocemos con Él. La invitación es para todos, quiere que todos los hombres se salven: “¡Venid!”, dice el Señor. Sin embargo, se encuentra con muchos NO, “no quisieron ir”, sin embargo, no se desanima y sigue ofreciendo la invitación, nos destaca la terquedad de aquella gente, la justificación que presenta algunos y la obstinación en no querer asistir, en cambio aquel rey nos presenta que continuo invitando, mando que a “todos los que os encontréis”. Busca nuevas formas para que no se pierdan la inmensidad de lo que tiene preparado, el banquete nupcial.
El otro acento en el pasaje, recae en el traje de fiesta. El rey, en la parábola evangélica, preguntó a uno de los comensales cómo es que había entrado allí sin traje de boda. Jesús subraya la necesidad del “traje de fiesta”, es decir, la necesidad de respetar las condiciones requeridas para la participación en esa fiesta solemne. La importancia de vivir en gracia, de revestirnos con el uniforme de la caridad, humildad, bondad que nos recuerda S. Pablo en la epístola a los Colosenses. Estas palabras nos interpelan. Nos recuerdan que debemos prepararnos para la boda real.
El Papa Benedicto XVI en la homilia del 9 de octubre de 2011 comenta este pasaje evangélico entregándonos toda una catequesis sobre el vestido nupcial: “La liturgia de este domingo nos propone una parábola que habla de un banquete de bodas al que muchos son invitados. […] La imagen del banquete aparece a menudo en las Escrituras para indicar la alegría en la comunión y en la abundancia de los dones del Señor, y deja intuir algo de la fiesta de Dios con la humanidad […] Jesús en el Evangelio nos habla de la respuesta que se da a la invitación de Dios —representado por un rey— a participar en su banquete. Los invitados son muchos, pero sucede algo inesperado: rehúsan participar en la fiesta, tienen otras cosas que hacer; más aún, algunos muestran despreciar la invitación. Dios es generoso con nosotros, nos ofrece su amistad, sus dones, su alegría, pero a menudo nosotros no acogemos sus palabras, mostramos más interés por otras cosas, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses. La invitación del rey encuentra incluso reacciones hostiles, agresivas. Pero eso no frena su generosidad. Él no se desanima, y manda a sus siervos a invitar a muchas otras personas. El rechazo de los primeros invitados tiene como efecto la extensión de la invitación a todos, también a los más pobres, abandonados y desheredados. Los siervos reúnen a todos los que encuentran, y la sala se llena: la bondad del rey no tiene límites, y a todos se les da la posibilidad de responder a su llamada. Pero hay una condición para quedarse en este banquete de bodas: llevar el vestido nupcial. Y al entrar en la sala, el rey advierte que uno no ha querido ponérselo y, por esta razón, es excluido de la fiesta. Quiero detenerme un momento en este punto con una pregunta: ¿cómo es posible que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al entrar en la sala del banquete, se le haya abierto la puerta, pero no se haya puesto el vestido nupcial? ¿Qué es este vestido nupcial? En la misa in Coena Domini de este año hice referencia a un bello comentario de san Gregorio Magno a esta parábola. Explica que ese comensal responde a la invitación de Dios a participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe que le ha abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el vestido nupcial, que es la caridad, el amor. Y san Gregorio añade: «Cada uno de vosotros, por tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios ya ha tomado parte en el banquete de bodas, pero no puede decir que lleva el vestido nupcial si no custodia la gracia de la caridad». Y este vestido está tejido simbólicamente con dos elementos, uno arriba y otro abajo: el amor a Dios y el amor al prójimo. Todos estamos invitados a ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos llevar y custodiar el vestido nupcial, la caridad, vivir un profundo amor a Dios y al prójimo.”
En este gran día de la realeza de María renovemos nuestro amor a quien tiene que ocupar el lugar de Reina en nuestros corazones y con fervor y piedad digámosla esa plegaria dulcísima, que aprendimos de niños para ya no olvidarla jamás: «Dios te salve, Reina y Madre de misericordia; Dios te salve…”.