Mc 7,31-37: Le presentaron un sordo… y le piden que le imponga la mano

Dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del mar de Galilea, atravesando la Decápolis. Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga la mano. Él, apartándolo de la gente, a solas, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua. Y mirando al cielo, suspiró y le dijo: Effetá (esto es, «ábrete»). Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba correctamente. Él les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos. Y en el colmo del asombro decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».
PISTAS PARA LA MEDITACIÓN:
En el Evangelio de hoy nos encontramos con la curación de un sordo con dificultades para hablar. Es posible que pensemos solo en la enfermedad física pero mucho de sordos para las cosas del Espíritu tenemos todos, quizás muchas veces nos cuesta oír al Señor,  y también nos da miedo hablar de Él. Dios nos sigue hablando en el hoy de cada día, nos habla a través de los acontecimientos, a través de nuestros hermanos, en la creación, en la bondad que nos rodea… y especialmente, en su Palabra. Solicita, ruega y pide que te espabile el oido y puedas acoger su Palabra. Necesitamos ponernos a la escucha para detectar su presencia, me viene a la memoria el Salmo 94, muchas veces rezado al comienzo de la jornada, el invitatorio: “¡Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón !. Este es mi anhelo  que el Señor nos ayude para abrir el oido a Él, que nos dejemos sorprender, que nos conceda poderlo ver presente en nuestra jornada.
El Papa Francisco nos ofrece toda una catequesis sobre este mismo pasaje evangélico, concretamente, en el ángelus del 6 de septiembre de 2015: “El Evangelio de hoy relata la curación de un sordomudo por parte de Jesús, un acontecimiento prodigioso que muestra cómo Jesús restablece la plena comunicación del hombre con Dios y con los otros hombres. El milagro está ambientado en la zona de la Decápolis, es decir, en pleno territorio pagano; por lo tanto, ese sordomudo que es llevado ante Jesús se transforma en el símbolo del no-creyente que cumple un camino hacia la fe. En efecto, su sordera expresa la incapacidad de escuchar y de comprender no sólo las palabras de los hombres, sino también la Palabra de Dios. Y san Pablo nos recuerda que «la fe nace del mensaje que se escucha».
La primera cosa que Jesús hace es llevar a ese hombre lejos de la multitud: no quiere dar publicidad al gesto que va a realizar, pero no quiere tampoco que su palabra sea cubierta por la confusión de las voces y de las habladurías del entorno. La Palabra de Dios que Cristo nos transmite necesita silencio para ser acogida como Palabra que sana, que reconcilia y restablece la comunicación.
Se evidencian después dos gestos de Jesús. Él toca las orejas y la lengua del sordomudo. Para restablecer la relación con ese hombre «bloqueado» en la comunicación, busca primero restablecer el contacto. Pero el milagro es un don que viene de lo alto, que Jesús implora al Padre; por eso, eleva los ojos al cielo y ordena: «¡Ábrete!». Y los oídos del sordo se abren, se desata el nudo de su lengua y comienza a hablar correctamente. La enseñanza que sacamos de este episodio es que Dios no está cerrado en sí mismo, sino que se abre y se pone en comunicación con la humanidad. En su inmensa misericordia, supera el abismo de la infinita diferencia entre Él y nosotros, y sale a nuestro encuentro.[…] Pero este Evangelio nos habla también de nosotros: a menudo nosotros estamos replegados y encerrados en nosotros mismos, y creamos muchas islas inaccesibles e inhóspitas. Incluso las relaciones humanas más elementales a veces crean realidades incapaces de apertura recíproca: la pareja cerrada, la familia cerrada, el grupo cerrado, la parroquia cerrada, la patria cerrada… Y esto no es de Dios. Esto es nuestro, es nuestro pecado.
Sin embargo, en el origen de nuestra vida cristiana, en el Bautismo, están precisamente aquel gesto y aquella palabra de Jesús: «¡Effatá! – ¡Ábrete!». Y el milagro se cumplió: hemos sido curados de la sordera del egoísmo y del mutismo de la cerrazón y del pecado y hemos sido incorporados en la gran familia de la Iglesia; podemos escuchar a Dios que nos habla y comunicar su Palabra a cuantos no la han escuchado nunca o a quien la ha olvidado y sepultado bajo las espinas de las preocupaciones y de los engaños del mundo.
Pidamos a la Virgen santa, mujer de la escucha y del testimonio alegre, que nos sostenga en el compromiso de profesar nuestra fe y de comunicar las maravillas del Señor a quienes encontramos en nuestro camino.”
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Jesús Aguilar Mondéjar

Consiliario del Movimiento de Cursillos de Cristiandad de la Diócesis de Cartagena.

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